Brunilda aburrida, sentada a la mesa y sin charlar con nadie, escuchó decir a una de las tres mujeres que estaban frente a ella: “para soñar con el futuro amor hay que colocar un espejo debajo de la cama”.
Por tres días esas palabras le invadieron la cabeza, de oreja a oreja con su propia voz, al hacer los deberes para la escuela, cuando acariciaba a la gata sobre el sofá, sentada sobre la cama al pintarse las uñas. La noche del tercer día Brunilda encontró un trozo de espejo por algún rincón del patio, tenía tierra, restos de plantas y caracolitos pegados que limpió con la punta de su vestido. Lo acomodó delicadamente debajo de su cama. Se arrodilló creyendo que rezando el deseo se cumpliría más rápido y pidió hacia los cielos con los ojos bien apretados ante quien correspondiera, que oigan la súplica, el pedido o la letanía, que el espejito le mostrara mediante sueños el amor verdadero.
Soñó en la primer noche con una variedad de cosas que ya no tienen uso o existencia, una plancha a carbón, el vestido negro de alguien, zapatos de maderas y hasta con perros de distintos colores, verdes, cerezas, bermellones.
La segunda noche pensó en cambiar el espejo de lugar, intentando de esa manera que ninguna interferencia de otros sueños se interpusiera con los de ella. Colocó el espejito más cerca del centro de la cama. Soñó con jaulas vacías, con los cabellos rojos de un compañero, con flores de plástico.
Y así sucesivamente, en la tercer y la cuarta noche vinieron sueños de elementos o personas, animales o situaciones donde en ninguno de ellos aparecía un joven y apuesto muchacho acercándose a ella con intenciones de besarla. Dejó una mañana el espejo debajo de la cama, no para seguir intentándolo sino por olvido. Pasado el tiempo, Brunilda conoció a un compañero en su último año del colegio secundario que la encandiló cuando él pasaba por debajo del marco de la puerta y se sentó lejos de ella. Es él pensó, y no hizo falta espejo que lo demuestre.
Durante semanas Brunilda intentó llamar la atención, se dejaba el pelo suelto, se reía a carcajadas, se paraba detrás del adolescente para esperar en la cola del kiosco y compraba las mismas golosinas que el otro.
Pero para los ojos del supuesto príncipe azul Brunilda no entraba como opción. Ella le dedicó lágrimas a la almohada y días enteros a la radio, a la televisión y a los paseos para que la imagen del malévolo ex príncipe desapareciera. La última noche tuvo un sueño profundo: caminaba entre los árboles de un jardín en el patio de la casa de una tía que jamás tuvo casa con patio. A lo lejos un hombre la esperaba sentado. El empezó a hablar cuando ella estuvo bastante cerca, “como la calandria busca su nido, yo encontré mi lecho entre tus manos, ahora que te conozco nunca voy a dejarte ir”. Pero quien tomó la decisión de irse fue Brunilda, ya que ese hombre bajo, con desprolijos bigotes y una barriga de embarazo, la asustó para despertarse con la sensación de no buscar novio por un extenso tiempo.
Brunilda conocía muchachos pero ninguno, como por arte de magia, la veía con ojos de ansias. El corazón de la joven se fue quebrando en interrumpidas ocasiones al conocer en diferentes oportunidades distintos hombres. El oficinista rubio y de brazos fuertes que cada vez que sonreía, los dientes emanaban una blancura como si fueran de nieve. O al que visitaba una vez al mes y veía parado detrás de la ventanilla que nunca le dedicó la mirada a Brunilda cuando le cobraba el impuesto de la luz o el del agua. O el técnico del televisor o el vendedor de zapatos o el que devolvía al gato cuando ella lo mandaba a bañar y perfumar a la veterinaria cerca de casa.
La soledad la acompañó por unos años. Y la atención de una posible pareja se fue colocando sobre el trabajo, sobre la mascota, en películas con amigos, en cenas con la familia. Y fue en una de esas oportunidades cuando su primo Nacho, le agendó una cita a ciegas con un conocido que él mismo prometía una perfecta réplica del David de Miguel Angel, pero vivo. Brunilda se maquilló durante horas, acomodó el cabello para un lado, luego para el otro hasta encontrar el equilibrio cayendo en su rostro. Tacos debajo de los pies y seda sobre el cuerpo. Se miró al espejo que durante todo este tiempo le mostró su crecimiento en altura y rasgos. Saludó con un beso en la mejilla a su madre y pidió que le deseara suerte. Pero su madre no dijo nada.
Tantos arreglos en el cuerpo para que una llovizna comience a estropearlos. El pelo húmedo, los ojos empañados, los colores derretidos en el rostro. Una rama caída le rasgó el vestido y un taco fracturado porque al buscar un taxi no pudo ver las baldosas rotas de la vereda. Brunilda no era Brunilda, parecía más bien un volcán encendido a punto de expulsar su ira como lava ardiente. No solo que no llegó a la cita sino que se perdió mientras cruzaba la arboleda de un parque. Los álamos la guiaron, los palos borrachos la cobijaron y las magnolias la tocaron. Eligió un banco para llorar y una luna la acompañaba como una madre parada detrás de ella. Alguien la tomó de un hombro y cayó en la idea de que estaba sola, embarrada, de madrugada en un parque desolado cuando un hombre con bigotes negros y camisa blanca le preguntó, caballerosamente, si podía ayudarle en lo que ella deseaba. No sólo le pidió prestado el hombro para desahogar la noche entera, sino que él mismo se ofreció a llevarla en auto hasta la casa. Braulio medía de los pies a la cabeza, un metro con cincuenta, de barriga pronunciada, ojos tan negros como el petróleo y las manos ajadas por su tipo trabajo. Braulio cortaba espejos, y lo hacía con la punta de diamante que Brunilda encantada miraba mientras le cebaba por las tardes de otoño, amargos y calientes mates. Compraron un perro, a otro lo adoptaron de la calle y el tercero, extraño por su color, se lo regalaron el mismo día del casamiento. Qué hermosa está la novia dijeron las mas viejas y nadie le dio importancia que llevara en vez de blanco, un largo vestido negro sobre el cuerpo. Usó los zapatos de madera que alguien le trajo como recuerdo de Oriente. Y llevaba un ramo de plásticas flores entre las manos. Braulio y Brunilda viajaron esa misma noche a algún lugar de la India donde algunas familias todavía alisaban sus ropas con planchas a carbón; qué sorprendente, dijo ella.
En una de las visitas a la casa de su infancia, Brunilda fue en búsqueda de una antigua muñeca cocida por ella misma como regalo para su hija. He allí que encontró los ojos, que eran dos botones negros, debajo de la cama. También, con polvo y pelusas, el trozo de espejo que alguna vez había escondido para soñar al amor verdadero. No recordó el sueño del hombre en el jardín ni los demás que tuvo en aquellos días, pero al mirar detrás del espejo, letras negras y una fotografía como fotocopia se asomaban tímidamente. El agua con jabón descifró: “El deseo, fábrica de espejos” y una foto cepiada por el tiempo mostraba a un Braulio joven, con los mismos bigotes posteriores sentado sobre el banco de un jardín donde las ramas de los sauces le caían a los costados. Braulio sonreía con los brazos abiertos.
Nicolás González (cuento del libro Oxidiada)