Libro de cuentos y poesías de autores rosarinos.

"Oxidiada" es un libro de cuentos y poesías escrito por
Cintia Ceballos (Poesía) y Nicolás González (Cuentos). Editado en la ciudad de Rosario en el año 2011.

El libro se puede conseguir en:

Librerías de Rosario: LIbrería ARGONAUTAS- Rioja 725 // Librería AMAUTA- Corrientes 619 // Leo libros- Marcos Paz y Alsina // El pez volador- San Lorenzo 983 // ST Andrew - Garay y San Martin // Buchín libros- Entre Ríos 735 // Puerto Libro- Corrientes entre Cordoba y Rioja // El juguete Rabioso- Mendoza y Laprida // Librería Homo Sapiens- Sarmiento 825 // LIbros OLIVA- Entre Ríos 548 // Librería AMEGHINO - Corrientes y RIoja // Librería Ross- Córdoba y Corrientes // Libros: EL HALCÓN MALTÉS - Mendoza 1438 // Local de artesanías (Florencia Balestra) Córdoba 954 local 26.

Librerías de Córdoba: Librería Monserrat. Dean Funes68. local 18 // Librería El Huerto. Caseros 200 // Libros Moreno. Dean Funes 260 // Aforismos. 25 de mayo 75 // Black Pool. Dean Funes 395 // Librería Macao. Frente al Paseo de las Flores

Librerías de Santa Fe: ALICIA “LIBROS”. SAN MARTIN 2646. STA FE // CANJE “LIBROS”. SALTA 2785. STA FE // PALABRAS ANDANTES “LIBROS”. SAN JERÓNIMO 2342. STA FE // ARIES “LIBROS” CANJE. 1° DE MAYO 2111. STA FE // MAFALDA “LIBROS”. SAN JERÓNIMO 2643. STA FE // DEL OTRO LADO “LIBROS”. 25 DE MAYO. STA FE TIEMPO // “LIBROS”. SAN MARTIN 1856. STA FE

Librería de Funes:

Librería LA CULTURA. Santa Fe 1496. Funes

Librerías de la Plata (BS AS) DON CIPRIANO. Calle 49 al 415. Entre calle 4 y 5.// ATENEA. Calle 49 al 467.// ESTANT. Calle 48 al 618.// RAYUELA LIBROS. Calle 44 al 561. Frente a Pza Italia// Librería en Mar del Plata LIBERTY. Alem 3633

lunes, 27 de junio de 2011

Sonia Scarabelli

Biografía de la autora

Sonia Scarabelli nació en Rosario, en 1968. Estudió la carrera de Letras en la UNR. Publicó los siguientes libros de poemas: “La memoria del árbol” (2000), “Celebración de lo invisible” (2003, premio Municipal de Poesía Felipe Aldana de Rosario) y “Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras” (2008), del cual pertenecen los tres poemas publicados en este Blog.

Ha participado en las antologías “Los que siguen” (1998), “Dodecaedro de poetas” (2002), “Poetas argentinas” (1961-1980) (2007), “Las 40, poetas santafesinas” (2008), entres otras.

Poesías

EL ÁLAMO NEGRO

Despojado en apariencia
de toda vida
y vivo.

Así lo recuerdo
parado y puro
y desierto
por entero de hojas.

Ese árbol era
un álamo negro
pero nosotros nunca
le dimos un nombre.

Era el árbol.
Era real
y era un sueño
que habíamos tenido.

Todavía frondoso
cantaba al principio del otoño
entre los vientos
con tal belleza
que se quedaba uno
hechizado al paso
y sin saber por qué
también cantaba
de vuelta a la casa
por las noches.

Fue el gran espíritu
de una calle sin historia
en la que crecimos
pequeños y frágiles
derivando en un río
de luz incomprendida.

Oh, cuánto hubiésemos querido
crecer y cantar como ese árbol.
Altos y sin temor
y unidos a la vida
con raíces tan hondas.

Pero nacimos débiles
como ciertos pájaros
y a la hora del crudo invierno
volamos lejos.

A veces sueño
reencarnar
en una hoja de ese árbol.
En mi sueño caigo
dulcemente a sus pies
y allí de nuevo
por un instante
todo es uno.

Sonia Scarabelli


LA RAÍZ

Más allá del olvido está
la forma clara
de tu memoria

se me abre el corazón
y te imagino
ovillado, naciendo
a la luz
que en principio te parió

Arbolito cortado en la primicia
bestia dulce sacada
de nuestro mismo hueso
yo me encontré, cavando,
tu raíz todavía debajo de nosotros
paridos a la vez
por tu presencia

El círculo se cierra
para volver a abrirse

me lo enseñaste vos
que ahora echás tus frutos
en una tierra incógnita,
flores y hojas
de un verdor perfecto
en viaje hacia lo hondo

Variador del destino,
esa puerta que abriste
no era nueva
pero qué único tu paso
tu modo de irte saludando
el brazo alzado
que empezaba a borrarse
como una estela fina
enraizando
la promesa mayor,
hasta la vuelta!

Todas las flores blancas
de septiembre
me miran con tus ojos

Sonia Scarabelli

LA CUCHARA DE PLATA

Si el cuerpo
como una
pequeña cuchara de plata
que recibe
el sol,
toda la altura, fuera

ahí en el gesto
de alzar con suave mano
su sustancia,
levantarse a sí mismo,

una cuchara
liviana casi al cristal
mutando en la materia.

Si el cuerpo fuera
esto,

abandonarse
sin temor de volverle
las espaldas
enjutas y cansadas
y menores
al amor diminuto
de las cosas,
pasión de reflejarse
los metales
en el opaco cuenco
de su ausencia.

Si fuera así,
si no estuviera en cambio
tantas veces
hundido en la tristeza
como una piedra enorme
que levanta
un Sísifo secreto

y vuelta a caer
la piedra en el abismo
y a sufrir de la carga,
lo que abruma.

Si fuera el cuerpo
menos pero algo
y este reflejo
del sol
en la pequeña
cuchara de plata

toda el alma,

una permutación
de lo que acuna
la mano
cuando cóncava
se tiende,

y renuncia el perfil
por la belleza
de contener,
alzar el agua
entre los dedos

y volverse ella misma
transparencia,
misterio de fluir,
fulgor que pasa.

Sonia Scarabelli

sábado, 9 de abril de 2011

Elvira Orpheé


Breve Biografía:



Elvira Orphée nace en San Miguel de Tucumán en 1930. Estudió en la Facultad de filosofía y letras de la Universidad de Buenos Aires y realizó cursos de posgrado en La Sorbona. Prosista sin par, el imaginario extraño desarrollado en su narrativa la posicionan como una de las escritoras más originales del país.



Entre su obra se cuentan las novelas Uno (1961), Aire tan dulce (1966), En el fondo(1972), La última conquista del ángel (1984), La muerte y los desencuentros (1990) y Basura y luna (1996); así como también los libros de relatosDos veranos (1965), Su demonio preferido (1973), Las viejas fantasiosas (1981) yCiego del cielo (1991).



Orphée recibe el Premio Municipal de Novela en 1967 y 1969.





¡Ay, Enrique!



Quedaba en un paraje de mosquitos, de maderas podridas, de río. Las circunstancias me habían obligado a vivir en esa casa extraña. Del piso habían desaparecido algunas tablas y se abría un boquete de más de medio metro. Para no caerme dentro caminaba por el medio de la pieza. Como yo vivía allí desde hacía poco, no había tenido tiempo para los peligros. Era un sitio bastante claro. La claridad se metía por el boquete para iluminar una escalera que llevaba al sótano o lo que fuere, quizá lleno de ratas y de resacas algo inmundas. Si hubiera tenido ganas de limpiar habría bajado a sacar las carroñas o los bichos vivos dejados por alguna creciente. Pero mi espíritu estaba intranquilo y ni siquiera había limpiado la gran pieza en la que estaba viviendo; hasta había dejado colgando como grandes hamacas los telones desprendidos del techo, esos que ya no se hacen más, tan inútiles, tan estremecedores cuando empiezan a soltarse. No sé en qué pasaba mi vida entonces porque no me acuerdo de ningún sentimiento intenso, excepto del amor por Enrique. Pero no había tenido la energía de prohibirle que bajara al misterioso sótano, tan fuertes eran mi cansancio y mis ganas de despreocupación. Él, allí, seguramente se divertía como sólo puede hacerlo un ser nuevo y asombradizo. Un día se me ocurrió que, entre ratas y sucias formas de la vida, debía de haber atrapado lombrices. Así que busqué a un hombre de la zona, especialista en bichos repugnantes, para que se las sacara. Llegó vestido con unoverall blanco, muy limpio, como uniforme de médico. Me asomé al boquete del piso y llamé a Enrique que andaba correteando abajo. Asombrosamente, obedeció y subió alegre el tramo de escalera rota. Con orgullo miré al hombre. Uno siempre magnifica cualquier señal de inteligencia de los que ama. Enrique estaba contentísimo. Vaya a saber qué podredumbres, qué maravillas mefíticas lo tenían tan entusiasmado allá abajo. El hombre se dispuso a darle su remedio, pero me advirtió que se sentiría mal. Enrique era mi amigo. No, mi hijo. El que me quería incondicionalmente y dependía de mí para todo. Yo, que tuve tanto asco de tantas cosas, no lo tenía de sus patitas sucias ni de su pelambre refregada en sitios contaminados. Le gustaba ensuciarse, yo lo amaba, luego era necesario que lo dejara ensuciarse. Enrique y yo nos queríamos con un amor que dolía. Era una tumefacción en el alma. De tanto como tuve, de tanta gente, lo único que me quedaba era Enrique. Pero eso único era una inmensidad. Entonces, ¿por qué salí, dejándolo solo con el hombre del overall? Por algo tan tonto y tan inexplicable como la llegada de El Petiso Fatum, que me invitó a pasear. Yo nunca paseo por pasear. Es como decidirse a perder vida. Hay que pasear por algo, con una intención más allá del mero paseo: pasear por amor a través de junglas vegetales, pasear en busca de jardines que hagan descubrir misterios en uno mismo y en los demás, pasear para que los paisajes traspasen el alma y le dejen pequeños agujeros por donde entren muchas cosas que normalmente no pueden entrar porque las almas están demasiado cerradas. Pero, ¿pasear porque sí? ¿Y con El Petiso Farum? Simpático y divertido en las ocurrencias que nacen de noche, entre mucha gente, pero incapaz de exprimirle las posibilidades a una flor. Pese a eso; increíblemente, salí con El Petiso Fatum mientras a mi criatura le hacían ingerir drogas dañinas. Nos metimos por entre la maraña de un paisaje tan húmedo que parecía despedir vapor, y llegamos a una casa rodeada de plantas, de verde, de sombra. Una gran casa oculta y chorreada de verdín, de esas que tienen imán porque están como saturadas de maleficio. Producen un miedo muy atrayente. El Petiso estaba pasando allí algunos días, no sé por qué ya que tenía su casa en la ciudad y era apasionadamente ciudadano. Habíamos abierto la verja y estábamos por llegar a la puerta, cuando oí una especie de llanto lejano. Quién sabe qué me impulsó a correr para acercarme al llanto. El Petiso me siguió entre risas y comentarios que le quitaban el aliento. Según él no se había oído nada. Y quizá tenía razón porque debimos correr bastante hasta llegar a la casa donde parecía estar el llanto. Al revés de la que acabábamos de dejar, y aunque estaba en un paraje lleno de verdor, era luminosa. La luminosidad interna se distinguía por debajo de la rendija de la puerta. Llamamos. Nadie contestó. Imposible entrar si no era por la puerta. Las tapias de los costados no lo permitían. Saqué mis llaves y empecé a probarlas. El Petiso se puso pálido. —No se oye ningún llanto. ¿Te has vuelto ladrona y me estás complicando? Me voy de aquí. Pero se puso aun más pálido cuando oyó de repente el llanto espantoso. Llanto, queja, alarido, todo eso era, más la desesperación. Fui siempre especialista en encontrar entradas insuficientemente cerradas. Desde chica me he divertido en violar casas de vecinos ausentes. Un único obstáculo tuve a veces; los perros, tan defensores de lo que no les pertenece, tan del partido de sus dueños, pobrecitos. Hasta he llegado a entrar en casas con enfermos que ni se daban cuenta de que la familia los había dejado solos; en casas con imágenes de Santa Teresita y rosarios gruesos, negros y diabólicos; en casas llenas de jazmines del Paraguay que, aunque no tienen un perfume exaltado, lo tienen, sí, extraño (casi un no perfume, muy refinado). Y de repente, mientras hurgaba la cerradura, me invadió el ansia de perfumes que siempre me ha perseguido como si me señalara un camino. Hablé para distraer a El Petiso, mientras seguía con mi trabajo. Pero su cara trastornada rompió mi cháchara y me volvió a la urgencia. Tenía que entrar en la casa. Lo había hecho antes en tantas otras, atraída por sus extraños habitantes ausentes que dejaban visibles sus ritos o por sus insólitos ensamblajes, ajenos a las ordenanzas, rebeldes a cualquier prohibición opuesta a la originalidad. Por fin di con el resquicio que me permitió abrir. Una casa rectangular y luminosa. Se entraba por un pasillo lindante con los vidrios de la cocina que, a su vez, tenía ventanas hacia otra calle. Y entonces volvimos a oír el quejido. ¿Quejido? Un gemido rabioso, un aullido. Venía de afuera, de detrás de las ventanas de la cocina que daban a la otra calle. Me precipité a abrir una y algo huyó hacia abajo. El Petiso ya estaba junto a mí. Me incliné a mirar y, con asombro, con desazón, casi con náusea, descubrí lo que había afuera. La casa, al ras del suelo por donde habíamos entrado, de este otro lado estaba sobre un terraplén oblicuo de unos dos metros o más de elevación. Tirado en la calle había un blando muñeco de trapo, bastante grande, con una pierna doblada. A su lado aullaba el perro que quiso entrar en la casa violada por mí o quiso algo que no comprendimos, quizá sólo ayuda. En el balcón de la casa vecina, blanco y lleno de sol, tres monjas cuchicheaban. Yo no apartaba los ojos de la calle. —Está rabioso —dijo El Petiso en voz baja. —Está hambriento. —Y el hombre, borracho. —No. Cuando yo me emborracho, Enrique no se pone a aullar. El Petiso me miró con curiosidad y quizá repugnancia. —¿Te emborrachás? —Sí. Sola y no en reuniones. —¿Por qué has decaído tanto? ¿No te da pena? Inútil contestarle. Era curiosidad de chismes, no de vida. Mientras ahí abajo, en la calle, ¡qué desarticulado estaba ese pobre hombre, qué pálido, qué vestido con bolsas en lugar de ropas, como para que yo lo hubiese tomado por un muñeco de trapo! El muchacho tirado y su perro, dos seres que se habían amado, que se amaban seguramente todavía a pesar de la espantosa barrera entre ellos. Porque no se podía dudar: sólo la muerte da actitudes tan antinaturales como la que tenía el hombre caído. Todo era tan blanco de este lado de la casa, como en un paisaje de Andalucía, como si del otro lado no hubiera tanta cantidad de sombra, de verdín, de agua oscura. De repente, ese dolor que se elevaba desde la calle me dio en el pecho y me sofocó. El muchacho tirado ¿de qué había muerto? ¿De hambre? ¿De caminar sin esperanzas? ¿De tanto amar? ¿Cómo no supo que junto a él tenía el amor? ¿Qué necesidad de un ser humano para vivir el amor más desgarrador? —Las personas son nada más que el instrumento para el cuerpo de otras personas —susurré. El Petiso estaba descolorido, entendiendo sólo la muerte, sin entender la separación. —El amor que rompe las paredes está en otra parte. Tenemos casas para resguardar el cuerpo, tenemos cuerpos para resguardar quién sabe qué belleza desconocida. Pero la resguarda y al mismo tiempo la comprime, la domina, la retiene —hablé con voz de llanto—. ¿Quién es capaz de romper las paredes del cuerpo? Ya había algunos curiosos mirando al muchacho caído. Todos parecíamos paralizados. Nadie actuaba. Y en el balcón vecino, tres monjas comentaban pacatas el espectáculo. —Hagamos algo —les supliqué—. Quizás esté vivo todavía. —Es la voluntad del Señor —dijeron, indiferentes. —Pero quizá no esté muerto sino por morir —y pensé: de una enfermedad tan pobre que la obliga a transportarla por los caminos y la intemperie. Ellas siguieron en su impasibilidad de monjas. Es la voluntad del Señor. Entonces, dulcemente, les aconsejé: —¿Por qué no cambian de Señor? Se persignaron y huyeron a la desbandada. Yo entré a llamar a una de esas instituciones nuestras que tardan tanto para lo urgente y no llegan nunca para lo demás. Luego salí de la casa. Arrastré a El Petiso en la gran vuelta que se precisaba hacer para llegar del lado sombra al lado Andalucía. —¿Así que te emborrachás sola? —mientras corríamos. —Sí. ¿No lo ves? —sin dejar de correr—. Estoy borracha de rabia. Otras veces lo estoy de música y tantas de eternidad. Entonces Enrique se echa a mi lado y participa de lo que me pasa. Pero para que te quedés contento, a veces me emborracho con dos vasos de vino con frutas. Y mi voz sonaba entre los lamentos que se desgarraban en el aire y volvían a nacer en algo más hondo que la garganta del pobre animal desesperado. Sus ojos, fijos en algún zodíaco lejano, pero con lagunas del llanto de la tierra, estaban atados al espectro del muchacho que seguramente se despedía de él en ese momento en una estratósfera del alma inalcanzable para nosotros. El muchacho ya se iba, derivando por las regiones privadas de los muertos. El perro quería irse con él, y su cuerpo imperante le cerraba el paso. La corriente de su desesperación era por minutos más intensa. El muchacho se iba empapando de desconocido; el perro de desdicha irreversible. De repente, la mirada del perro cambió de lugar y de expresión. Me miró a mí, y el horror pareció traspasarle los límites de los párpados. —Dios, Dios —dije—. No abandones al perro. Lo recogeré yo. Y salí corriendo mientras El Petiso me gritaba. ¿Quién era él para llamarme? ¿Quién era para haberme hecho dejar a Enrique solo? Era nada más que el hermano de El Alto Fatum. Corrí hasta sentir estrellas de plata ante mis ojos, y sus duras puntas clavadas en un costado del cuerpo. Corrí abriéndome paso entre estrellas de dolor, ya viejas conocidas, pero nunca tan brutalmente desafiadas. Entré en mi extraña casa. Yo no vi el espectro de Enrique, como vio el perro el del muchacho, alejarse translúcido o centelleante hacia los parajes de la disolución. Lo vi simplemente muerto, enroscado alrededor de un dolor insoportable. Me eché a su lado. Enrique, Enrique, mi amigo, mi criatura, te has muerto para dejarme toda la libertad. Me lo contó la mirada de horror del otro perro. Me dijo: la tristeza es ahora el pulso de Enrique, en eso lo ha convertido tu abandono. ¡No! ¡No! quise contestarle. Le contesté que no, Enrique, con los ojos, con todas las mataduras del alma. Te dejé esta tarde a que te las arreglaras solo con tu enfermedad, pero no sospeché que te morirías. No fue esta tarde cuando en realidad te dejé solo, fueron todas las veces que te abandoné antes, hasta casi olvidarte. Quizá creíste que volvía a abandonarte. El otro perro lo sabía; a eso se refería su horror al mirarme. Semejante a agua opaca y profunda se había vuelto el bello color dorado de los ojos de Enrique. Junto a él, echada, y casi sin darme cuenta, la barrera que nos separaba ahora, como a esos dos pobrecitos de la calle, se deshizo y dejó de ser barrera. Tuve una náusea, una sola, y no caí muerta porque ya había caído antes de morir. Ya en el suelo estaba muerta. En seguida vi luces titilantes en horizontes muy oscuros, sentí esa inmensa sensación de felicidad que da volar en sueños, aunque lo hiciera por cielos intermitentemente alumbrados, y después me encontré en este sitio. Todavía tengo recuerdos de la tierra, pero ya algo me golpea magnéticamente la cabeza para que no recuerde más que alguna vez hablé con palabras, tuve la posibilidad de hacer algo con mis manos y amé a Enrique en su desvalimiento de animal. Estamos de nuevo juntos; Enrique y yo, él con su cuerpo, igual a lo que era; yo con mi cuerpo, igual a lo que fue. Enrique me quiere, me habla con palabras y yo contesto con extraños sonidos, desagotados de significación para él, porque ya no puedo hablar más con palabras. Me tiro en el suelo, a sus pies, y me quedo en postura de esfinge, y él, desde el sitial donde está sentado, se inclina a acariciarme el lomo desnudo. Me concede su tiempo perdido, nada más, porque ya se le desencadenó el torrente de cieno que en la tierra nos lleva compulsivamente hacia otro ser de nuestra especie y nos obliga a descuidar a todos los Enrique del mundo. Sí, Enrique, te dejé muchas veces solo allá en la tierra, no a causa de El Petiso, con su borboteante insignificancia, sino a causa de El Alto Fatum, su hermano, que me proporcionaba la risa y andanadas de sensaciones. Pero no supe nunca que te estremecías como un astro (igual que yo ahora) con cada latido de abandono. Te dejé muchas veces solo a causa de El Alto Fatum, que al fin y al cabo no tenía más que risa, inferioridad, mugre y un cuerpo que podía acoplarse al mío. No entiendo este mundo en el que estamos ahora ni entiendo su cielo —si es cielo esa especie de pesadilla que veo aquí—. Me desespera que no comprendas lo que te dicen los escasos sonidos de mi garganta, que no haya flores blancas de exaltado perfume, sino sólo vegetales con olor amoniacal. Pero quizá dentro de poco algo cambie. Ya los recuerdos de lo que fue antes empiezan a flotar como una tenue columna sobre mi cabeza. En las nieblas que veo ahora —que tus ojos no pueden distinguir— hay figuras que se parecen a la mía, y me pongo a aullar de miedo por lo que te rodea y no ves. Enrique, que te enamoraste de un cuerpo semejante al tuyo en este enervante, extraño mundo, y que me abandonas a causa de él, antes de que pierda del todo la memoria de lo que fue, te suplico que no me dejes como te dejaba yo, con tanta soledad, con tanta hambre, durante tantos días. Que no me dejes por un cuerpo de tu misma especie, esos que nunca traen el amor sino la desgracia.

Imperiosa necesidad

Porque se vuelve inconciente
con la conciencia repetida
y en desuso
por el uso mal habido.
Palpita el cuerpo
a causa del corazón
contenido en él
y suplica aproximación
con su contexto.
Qué me hace pensar
que un día gris
de viento arremolinado
se llevará mis miedos
o me ayudará a justificarlos.
Creo que es una asociación
libre
mente
sujeta a priori.
Porque deduces con antelación
los finales,
es que escribes
e hilvanas
tus más locas ocurrencias.
Naciste con la cualidad
de atiborrarte de emociones
y luego en un suspiro irracional
soltarlas,
para que tomen cuerpo
en palabras.
Ya superada la afectación involuntaria
te viertes como agua en el vaso
con la imperiosa necesidad
de colmarlo.

Cintia Ceballos

(Poesía extraída del libro OXIDIADA)


martes, 1 de marzo de 2011

Libro de cuentos y poesías de autores rosarinos.

Cintia Ceballos y Nicolás González

Librerías de Rosario:

LIbrería ARGONAUTAS- Rioja 725 // Librería AMAUTA- Corrientes 619 // Librería Germinal- Sarmiento y Rioja // Leo libros- Marcos Paz y Alsina // El pez volador- San Lorenzo 983 // ST Andrew - Garay y San Martin // Buchín libros- Entre Ríos 735 // Puerto Libro- Corrientes entre Cordoba y Rioja // El juguete Rabioso- Mendoza y Laprida // Librería Homo Sapiens- Sarmiento 825 // LIbros OLIVA- Entre Ríos 548 // Librería AMEGHINO - Corrientes y RIoja // Librería Ross- Córdoba y Corrientes // Libros: EL HALCÓN MALTÉS - Mendoza 1438 // Librería EL CABURÉ - Mitre 394 // Local de artesanías (Florencia Balestra) Córdoba 954 local 26.

Librerías de Córdoba:

Librería Monserrat. Dean Funes68. local 18 // Librería El Huerto. Caseros 200 // Libros Moreno. Dean Funes 260 // Aforismos. 25 de mayo 75 // Black Pool. Dean Funes 395 // Librería Macao. Frente al Paseo de las Flores

Librerías de Santa Fe:

ALICIA “LIBROS”. SAN MARTIN 2646. STA FE // CANJE “LIBROS”. SALTA 2785. STA FE // PALABRAS ANDANTES “LIBROS”. SAN JERÓNIMO 2342. STA FE // ARIES “LIBROS” CANJE. 1° DE MAYO 2111. STA FE // MAFALDA “LIBROS”. SAN JERÓNIMO 2643. STA FE // DEL OTRO LADO “LIBROS”. 25 DE MAYO. STA FE TIEMPO // “LIBROS”. SAN MARTIN 1856. STA FE

Librería de Funes:

Librería LA CULTURA. Santa Fe 1496. Funes

Andamios en el Viento

Yo edifiqué este amor.
Con fragmentos de oscuras inocencias,
con torpes esqueletos de caricias,
con harapos de sueños,
con astillas de heridas sin cerrojos,
con retazos de olvidos,
con silencios,
con este terco corazón obrero
enhebrando
una a una
las miradas
hasta llegar al beso.

Yo edifiqué este amor.
Me desollé las manos
y el alma
para hacerlo.
Desgarré la agonía de mis pieles
en el seco perfil de tus misterios,
en tu salvaje lluvia de raíces,

en tu escasa ternura,
en la eterna aspereza de tus miedos,
en el rencor marchito de tu zarza,
en la estirpe indomable de tus fuegos.

Yo edifiqué este amor.
Establecí mi sumisión descalza
como piedra y cimiento,
lo parí con la fuerza de la tierra
en la orilla de enero,
lo afirmé como hiedra a tus murallas
de aguijones sin tiempo...
y lo sostengoa
pura garra y dientes
entre racimos de cuchillos negros.


Norma Segades - Manias
Escritora santafesina

Nazco

Nazco de la intrascendencia
para resurgir en palabras,
evadiendo la afectación
y murmurando a escondidas
un nombre
apócrifo
o de nadie.
Nazco de la mutabilidad
irreverente y contrariada
de mi alma,
para sumirme en el despliegue
inconsciente
de mi propia defensa.
Nazco y muero
para volver a nacer,
aún contra mi voluntad,
debiendo concluir muchas veces
que ha sido un desatino.
Nazco con la opulencia
de una orquídea,
la sencillez de una margarita
y la incertidumbre
de un pensamiento
negado.
Nazco para dormir en la orilla
y despertar sumergida
en el deseo,
nazco de pies a cabeza
afectada
conmovida
y permeable.
Cintia Ceballos (Poesía del libro Oxidiada)

El Deseo

Brunilda aburrida, sentada a la mesa y sin charlar con nadie, escuchó decir a una de las tres mujeres que estaban frente a ella: “para soñar con el futuro amor hay que colocar un espejo debajo de la cama”.
Por tres días esas palabras le invadieron la cabeza, de oreja a oreja con su propia voz, al hacer los deberes para la escuela, cuando acariciaba a la gata sobre el sofá, sentada sobre la cama al pintarse las uñas. La noche del tercer día Brunilda encontró un trozo de espejo por algún rincón del patio, tenía tierra, restos de plantas y caracolitos pegados que limpió con la punta de su vestido. Lo acomodó delicadamente debajo de su cama. Se arrodilló creyendo que rezando el deseo se cumpliría más rápido y pidió hacia los cielos con los ojos bien apretados ante quien correspondiera, que oigan la súplica, el pedido o la letanía, que el espejito le mostrara mediante sueños el amor verdadero.
Soñó en la primer noche con una variedad de cosas que ya no tienen uso o existencia, una plancha a carbón, el vestido negro de alguien, zapatos de maderas y hasta con perros de distintos colores, verdes, cerezas, bermellones.
La segunda noche pensó en cambiar el espejo de lugar, intentando de esa manera que ninguna interferencia de otros sueños se interpusiera con los de ella. Colocó el espejito más cerca del centro de la cama. Soñó con jaulas vacías, con los cabellos rojos de un compañero, con flores de plástico.
Y así sucesivamente, en la tercer y la cuarta noche vinieron sueños de elementos o personas, animales o situaciones donde en ninguno de ellos aparecía un joven y apuesto muchacho acercándose a ella con intenciones de besarla. Dejó una mañana el espejo debajo de la cama, no para seguir intentándolo sino por olvido. Pasado el tiempo, Brunilda conoció a un compañero en su último año del colegio secundario que la encandiló cuando él pasaba por debajo del marco de la puerta y se sentó lejos de ella. Es él pensó, y no hizo falta espejo que lo demuestre.
Durante semanas Brunilda intentó llamar la atención, se dejaba el pelo suelto, se reía a carcajadas, se paraba detrás del adolescente para esperar en la cola del kiosco y compraba las mismas golosinas que el otro.
Pero para los ojos del supuesto príncipe azul Brunilda no entraba como opción. Ella le dedicó lágrimas a la almohada y días enteros a la radio, a la televisión y a los paseos para que la imagen del malévolo ex príncipe desapareciera. La última noche tuvo un sueño profundo: caminaba entre los árboles de un jardín en el patio de la casa de una tía que jamás tuvo casa con patio. A lo lejos un hombre la esperaba sentado. El empezó a hablar cuando ella estuvo bastante cerca, “como la calandria busca su nido, yo encontré mi lecho entre tus manos, ahora que te conozco nunca voy a dejarte ir”. Pero quien tomó la decisión de irse fue Brunilda, ya que ese hombre bajo, con desprolijos bigotes y una barriga de embarazo, la asustó para despertarse con la sensación de no buscar novio por un extenso tiempo.
Brunilda conocía muchachos pero ninguno, como por arte de magia, la veía con ojos de ansias. El corazón de la joven se fue quebrando en interrumpidas ocasiones al conocer en diferentes oportunidades distintos hombres. El oficinista rubio y de brazos fuertes que cada vez que sonreía, los dientes emanaban una blancura como si fueran de nieve. O al que visitaba una vez al mes y veía parado detrás de la ventanilla que nunca le dedicó la mirada a Brunilda cuando le cobraba el impuesto de la luz o el del agua. O el técnico del televisor o el vendedor de zapatos o el que devolvía al gato cuando ella lo mandaba a bañar y perfumar a la veterinaria cerca de casa.
La soledad la acompañó por unos años. Y la atención de una posible pareja se fue colocando sobre el trabajo, sobre la mascota, en películas con amigos, en cenas con la familia. Y fue en una de esas oportunidades cuando su primo Nacho, le agendó una cita a ciegas con un conocido que él mismo prometía una perfecta réplica del David de Miguel Angel, pero vivo. Brunilda se maquilló durante horas, acomodó el cabello para un lado, luego para el otro hasta encontrar el equilibrio cayendo en su rostro. Tacos debajo de los pies y seda sobre el cuerpo. Se miró al espejo que durante todo este tiempo le mostró su crecimiento en altura y rasgos. Saludó con un beso en la mejilla a su madre y pidió que le deseara suerte. Pero su madre no dijo nada.
Tantos arreglos en el cuerpo para que una llovizna comience a estropearlos. El pelo húmedo, los ojos empañados, los colores derretidos en el rostro. Una rama caída le rasgó el vestido y un taco fracturado porque al buscar un taxi no pudo ver las baldosas rotas de la vereda. Brunilda no era Brunilda, parecía más bien un volcán encendido a punto de expulsar su ira como lava ardiente. No solo que no llegó a la cita sino que se perdió mientras cruzaba la arboleda de un parque. Los álamos la guiaron, los palos borrachos la cobijaron y las magnolias la tocaron. Eligió un banco para llorar y una luna la acompañaba como una madre parada detrás de ella. Alguien la tomó de un hombro y cayó en la idea de que estaba sola, embarrada, de madrugada en un parque desolado cuando un hombre con bigotes negros y camisa blanca le preguntó, caballerosamente, si podía ayudarle en lo que ella deseaba. No sólo le pidió prestado el hombro para desahogar la noche entera, sino que él mismo se ofreció a llevarla en auto hasta la casa. Braulio medía de los pies a la cabeza, un metro con cincuenta, de barriga pronunciada, ojos tan negros como el petróleo y las manos ajadas por su tipo trabajo. Braulio cortaba espejos, y lo hacía con la punta de diamante que Brunilda encantada miraba mientras le cebaba por las tardes de otoño, amargos y calientes mates. Compraron un perro, a otro lo adoptaron de la calle y el tercero, extraño por su color, se lo regalaron el mismo día del casamiento. Qué hermosa está la novia dijeron las mas viejas y nadie le dio importancia que llevara en vez de blanco, un largo vestido negro sobre el cuerpo. Usó los zapatos de madera que alguien le trajo como recuerdo de Oriente. Y llevaba un ramo de plásticas flores entre las manos. Braulio y Brunilda viajaron esa misma noche a algún lugar de la India donde algunas familias todavía alisaban sus ropas con planchas a carbón; qué sorprendente, dijo ella.
En una de las visitas a la casa de su infancia, Brunilda fue en búsqueda de una antigua muñeca cocida por ella misma como regalo para su hija. He allí que encontró los ojos, que eran dos botones negros, debajo de la cama. También, con polvo y pelusas, el trozo de espejo que alguna vez había escondido para soñar al amor verdadero. No recordó el sueño del hombre en el jardín ni los demás que tuvo en aquellos días, pero al mirar detrás del espejo, letras negras y una fotografía como fotocopia se asomaban tímidamente. El agua con jabón descifró: “El deseo, fábrica de espejos” y una foto cepiada por el tiempo mostraba a un Braulio joven, con los mismos bigotes posteriores sentado sobre el banco de un jardín donde las ramas de los sauces le caían a los costados. Braulio sonreía con los brazos abiertos.

Nicolás González (cuento del libro Oxidiada)